LAS SONRISAS
DE MIS NIETOS
El atardecer está a punto de hacerse
noche y desde la terraza del bonito chalet donde me encuentro, admiro
el mar que a unos 500 metros de la casa y en calma chicha se hace
playa. También el horizonte se transforma en cielo, y esa calma
propia del estío silencia cualquier ruido por osado que sea.
Es mi último día, tras más de seis
meses cuidando y aseando esa residencia y aparece por primera vez en
mi espíritu, la amarga sensación de la tristeza. Dicen que a todo
lo bonito el tiempo afea y quizás sea cierto.
El Montgó a lo lejos, comienza a
perderse entre la niebla y el resto de montañas que lo arropan,
estás dispuestas a seguirle.
La noche se apodera del entorno y de mi
corazón que se resiste a aceptar la despedida, pero mañana me iré,
perdiendo ese regalo para los ojos, que es Cullera, ese regalo que
duró más de seis meses.
El Castillo con su Iglesia a cuestas,
me mira displicente como diciéndome adiós, sin saber que aunque me
vaya, dejo en secreto mi corazón en ese pueblo costero con alma
mediterránea que nunca olvidaré.
Me voy, pero como dijo Mc. Arthur en
Guadalcanal “volveré”, aunque mis nietos sean hombres, mis
nietas mujeres, mis hijos abuelos y yo quizás solo un recuerdo, pero
volveré y me subiré otra vez, aún que sea un desatino, al árbol
donde Laura y Carina me hicieron atar una soga para usarla de hamaca,
y comprobar si aun está firme. Miraré también a Pablo corriendo
cuesta abajo para tratar de alcanzar a nuestro perro (Un Alano al que
llamábamos “Turco”) y también escucharé las risas de Alberto
resbalando por la terraza mojada. Acompañaré a mi preciosa nieta
Gloria y a su amiga Diana, a comprar cigarrillos al Pueblo.
El Chalet era caro, no era mio y jamás
hubiera podido comprarlo, pero la felicidad y sonrisas de mis nietos,
si son mías, y esas, no tienen precio en esta vida.
Mario R. Masjoán