Mi tesoro es tan grande
que supera al depositado en todos los Paraísos Fiscales del Mundo
juntos, pero con una diferencia: este es legal.
Llevo 49 años amasando
esa gran fortuna y desde hace ya bastante tiempo, crece sola, algo
que me llena de orgullo.
Nunca saldré en
ninguna revista especializada en asuntos económicos, ni en ridículas
pujas por ver quien tiene más, porque nadie tiene más que yo.
Aposté siempre sobre
seguro, invertí con conocimiento, traté la cuestión con cariño y
triunfé.
Mi enorme fortuna,
tiene nombre: Claudia, Alejandra (que ya no está en cuerpo aunque su
alma viva con nosotros), Mario, Sergio, Diego, Elizabeth, Gloria,
Pablo, Laura, Carina y Alberto. Cinco hijos y seis nietos que valen
más que todo el oro del mundo, Vaticano incluido.
Me divierten los
estafadores que llenan de dinero negro los paraísos fiscales del
mundo, porque de algo estoy seguro, se morirán igual que yo y nunca
serán más felices que yo.
Cuando nació Claudia
yo tenía solo 21 años, y aquello para mi, fue todo un
acontecimiento sorprendente. Era padre de una preciosa niña,
preciosa mujer hoy, que me hizo crecer de golpe. Dos años después,
nació Alejandra y dos años más tarde Mario.
Sergio llegó siete
años después y Diego a los tres años de este.
La primera fase de mi
gran fortuna se había completado y la felicidad era enorme.
Emigramos a España
donde vivimos desde enero de 1.976 y aquí se produjo el crecimiento
sostenido. Alejandra se casó con Jesús y tuvieron a Ely y a Gloria,
mis dos preciosas nietas mayores. Claudia tuvo a Pablo, el primer
nieto varón de la familia, Sergio tuvo a Laura y Carina, y Mario a
Alberto Ariel.
Claudia fue madre
soltera, Mario se casó con Maricarmen y Sergio con Claudia, dos
nueras que más que nueras, son hijas mías.
Cuando murió
Alejandra, Jesús se apartó de la familia y de sus hijas, por lo que
evito nombrarle por una cuestión obvia.
Recordando anécdotas
de hijos y nietos que llevo desde siempre en mi memoria, aparece en
primer lugar una que sucedió cuando solo teníamos a Claudia y
Alejandra y y vivíamos aún en Argentina, en una pequeña casa. El
día de Reyes les hicimos preparar a las dos, un cuenco con agua y
unas hierbas que depositaron en un patio interior, para que bebieran
y comieran los camellos que transportaban a los Reyes Magos con los
regalos. En un momento de descuido, y ya de noche, salté por una
ventana que daba al patio, tiré las hierbas y el agua y deposité
los regalos en su lugar. Entré nuevamente por la ventana y les dije:
¿creo que los Reyes ya han pasado, porque escuché un ruido en el
patio? Salimos todos a la vez y nunca pude olvidar la cara de asombro
y felicidad de esas dos preciosas niñas. Siempre llevo su feliz
estupor en mi mente.
Alejandra nadaba muy
bien y con la bicicleta les ganaba a todos los niños del barrio, en
los que despertaba un sentimiento de odio y admiración al mismo
tiempo.
Mario tiene varias
anécdotas, entre las que destacan: el artilugio que fabricó con una
planchada de madera y cuatro ruedas, con dirección de cremallera,
que lo hacía funcionar con una pila de 6 Voltios, dirigido desde un
ordenador Spectrum que le había regalado. Fue también el mejor
alumno de la escuela de electrónica, y durante unas Fallas, fabricó
una auténtica bomba que partió la gruesa madera de un banco donde
se sentaban los vecinos, y le asustó tanto que jamás lo volvió a
hacer. Le enseñé a conducir en las antiguas calles pavimentadas del
Saler playa. Íbamos los dos en un SEAT 600, cuando de pronto paré
el coche y le pregunté ¿sabes como son las marchas y lo del
embrague y los frenos?, me contestó que si, entonces me bajé del
coche al tiempo que le decía, ponte de este lado y arreando. Salió
con el coche a tirones hasta que cogió un poco de velocidad y
desapareció. Cuando estaba empezando a preocuparme, veo aparecer el
600, que venía a toda pastilla, por su carril, y como si hubiera
conducido toda su vida. Creo que fue la lección de conducción más
corta del mundo.
Era también un buen
jugador de fútbol, pero nunca le dieron una oportunidad, porque
siempre que lo llevaba a alguna prueba, había un enchufado por
delante de él.
Sergio, con 7 años,
recogió un vencejo herido (variedad de golondrinas), lo llevó a
casa, le curó el ala y lo depositó suavemente en una caja de
zapatos abierta. Le daba de comer granos y migas de pan. Un día el
vencejo salió volando, de la cocina pasó al comedor y volvió hasta
la caja de zapatos. Así se paso día y medio hasta que Sergio, sin
que nadie le alentara, decidió que había que soltarlo porque su
casa natural era el cielo y no nuestra vivienda. A la mañana
siguiente, abrió la ventana y lo soltó. El pájaro se mezcló con
el resto que sobrevolaba el cielo y desapareció. Sergio se dio
vuelta y le preguntó a su madre ¿crees que algún día volverá?,
la madre le contestó no y agregó, pero nunca se olvidará de ti.
Se quedó largo tiempo mirando a las golondrinas y vencejos buscando
la libertad más pura en un cielo que ese día, parecía más azul
que nunca.
Cuando solo tenía tres
años y medio, lo llevaba de gira conmigo a visitar médicos de
pueblos cercanos, algunos aún sin pavimentar. Lo sentaba en mi falda
y le hacía conducir. Un día, y en una plaza de esos pueblos donde
ver pasar un automóvil aún llamaba la atención de los mayores,
puse a Sergio al volante del DKW, parado en el asiento del conductor,
mientras yo manejaba acelerador, freno y embrague desde el otro lado.
Dio una vuelta perfecta a la plaza y, cuando entramos a visitar al
médico, este con asombro me dijo; ¿yo me he vuelto loco y veo
visiones, o este niño iba conduciendo el coche?, nos reímos los dos
a carcajadas, pero treinta y cinco años después, aún nadie de la
familia ni yo, que corrí cuatro carreras con coches de calle semi
preparados, conduce como èl. Un día y con solo 7 años, escucho que
me llaman desde el Colegio que hay frente a nuestra finca. Miro para
todos lados y no veo a nadie. Vuelven a llamarme y esta vez, miro
hacia arriba, que era de donde provenía el grito y veo a Sergio
subido en la punta de un enorme eucaliptus, y a unos l5 metros del
suelo. Le grité aterrorizado: baja inmediatamente y con cuidado.
Bajó muerto de risa, tanto, que solo atiné preguntarle si se había
vuelto loco.
A Diego le había
regalado un hámster al que cuidaba con esmero. Lo llevaba en el
bolsillo, le daba de comer en la boca y le había comprado una jaula
con molinete. Un buen día, estando en el balcón, se le ocurrió
hacer caminar al hámster por el bordillo. Yo estaba en el comedor
distraído, cuando le veo salir corriendo del balcón rumbo a la
puerta, con los ojos desencajados. Asustado le pregunto ¿que pasa?,
y por respuesta me contesta,¨el hámster se cayó por el balcón”.
Lo cogí del brazo y le dije con calma, Diego, estamos en el 6º
piso, hijo, el animalito ya no existe y agregué, se que estas
triste, pero no hay nada que puedas hacer. Lo entendió, pero nunca
más tuvo un hámster. Cuando Diego tenía 3 años, y sin chochera de
padre, era el niño más guapo del mundo, al igual que su hermano
mayor, Mario. Sergio de pequeño, parecía que iba a ser el más
débil, quizás por ello le presté más atención que al resto, pero
a los 4 años ya empezaba a destacar por su fortaleza, que fue
creciendo a medida que pasaban los años hasta llegar a ser un joven
guapísimo y experto en artes marciales, que fueron su gran pasión.
Llega ahora el tiempo
de recordar anécdotas de mis nietos, que representan la culminación
de mi gran fortuna, la más grande del mundo.
Con Ely y Gloria tuve
menos contacto porque vivían en Sevilla, y cuando se instalaron en
Valencia ya tenían 10 y 7 años cada una. No recuerdo hechos
notables con ellas, no obstante, las quiero con todo mi corazón y
hoy, mayores ya las dos, saben que me tienen para lo que sea.
Tuvieron que sufrir la triste muerte de su madre, mi hija, y los
desprecios de su padre, algo que les hace ser muy especiales para mí.
Gloria vive en Italia con su pareja, y Ely aquí en Valencia,
alegrándonos la vida cuando nos visita.
Entonces nace Pablo, un
encanto de niño con el que mantuve una relación muy estrecha;
jugábamos al fútbol en una placeta muy cerca de su casa, jugábamos
a las cartas y me ganaba siempre, recorríamos la Fallas juntos y
veíamos las mascletá y los castillos.
En el 2.004 estuve
siete meses cuidando un precioso chalet cito en la ciudad costera de
Cullera. Pablo, Laura, Carina y Alberto solían venir los fines de
semana. Traían al perro de Sergio, un Alano enorme que terminaron
dejándomelo para que me proteja en la soledad de las noches. Como el
chalet estaba en la subida de una montaña, cuando Pablo estaba
conmigo llevaba el perro a pasear hacia la parte más alta. Cuando
les veía desde le patio del chalet, llamaba al Turco y este salía
corriendo hacia mi y Pablo por detrás despotricando porque creía
que se le escapaba. Era una situación de lo más graciosa.
Un abogado amigo mío
llamado Narciso, solía venir también algún que otro fin de semana.
Una de esas veces, coincidió con Sergio, Claudia, Laura y Carina.
Estaba bajando la
escalera que daba al jardín de entrada donde estaba aparcado el
coche de Sergio, cuando veo a Laura encima del capot del coche, miré
para atrás pensando que vendría su padre a castigarla y, al ver que
no era así, le grité “Laura baja del coche inmediatamente porque
si te ve tu padre te la cargas”. Narciso que estaba con ellas les
dijo: ¿tenía razón o no?. Estaban mudas y muertas de miedo. Le
grité a Sergio que me las llevaba al pueblo y les dije, espérenme
afuera. Me dirigí a Narciso y le pedí que no dijese nada, y así
fue. Fuimos al pueblo, compramos unas cosas y volvimos. Las dos
estaban preocupadas, pero Laura aún más. Cuando llegamos y antes de
entrar le dije a Laura: “no te pasará nada porque le dije a
Narciso que no abra la boca al respecto” y agregué, espero que
aprendas la lección. Me contestó que si, y así fue.
Cuando Laura tenia casi
siete años, le estaba enseñando lengua española, entonces, le
ponía con lápiz en un cuaderno: ba, be, bi, bo, bu y luego le
preguntaba, ¿b y e? y ella se hacia la que pensaba y me contestaba,
bu. Empezaba de nuevo y le decía: fíjate bien: ¿b y u?, otra vez
haciendo como que pensaba, y me dice bi, entonces, tiro el lápiz,
levanto la voz y simulando un enfado le digo; “que mierda pasa”,
y ante de que pudiera seguir, me dice; abuelito, abuelito no te
enfades, coge el lápiz y señalando con él, lee :ba, be, bi, bo, y
bu, y agrega, es que no tengo ganas. Desde ese día, ser metió en lo
más profundo de mi corazón para siempre.
Los cumpleaños de los
niños los festejábamos casi siempre en los merenderos de la playa
de Pinedo. Cuando Laura tenía 8 años, fuimos todos a festejar los
11 años de Pablo y como de costumbre, Laura se subió a lo más alto
de la pirámide de cuerdas, y más rápido que cualquier chico que
andaba por allí. Como quien les acompañaba era yo, en un momento
dado, le dije: baja ya que nos vamos, pero su respuesta fue: solo si
viene Diego (su tío) y me filma con la videocámara. Voy a donde
estaban todos, le digo a Diego lo que pasa, y este me contesta que no
piensa ir. Su madre me dice: dile que baje y venga o se la carga. Voy
nuevamente a la base de la pirámide, transmito los mensajes a Laura
y obtengo la siguiente respuesta: “pues no bajo”. Viene entonces
la madre y solo consigue otro “si no viene Diego y me filma, NO
BAJO”.
Yo ya empezaba a
morirme de risa y más aún cuando veo llegar a Diego filmando todo,
entonces, Laura baja con una endiablada velocidad y sale corriendo
por la playa para que la madre no le pille. Me dirijo a ella despacio
y diciéndole: Laura, vamos los dos juntos a donde están todos, le
pides disculpas a tu madre y listo; y obtengo por respuesta lo
siguiente: abuelo no te preocupes, dentro de un ratito se le pasa.
Atónito, solo pude pensar: “menuda nieta tengo”.
Un día, me llaman del
colegio donde iba Carina y me dicen que la vaya a buscar porque se ha
quedado muda. Voy preocupado, la recojo y la llevo a su casa, donde
estaba su hermana Laura. Durante el camino le pregunto que le pasa y
noto algo raro cuando por gestos, me dice que no puede hablar. Llego
a su casa e inmediatamente Carina se va a la habitación donde estaba
su hermana. Llamo entonces a Laura y le pregunto que le pasa a Carina
que no puede hablar, y Laura me contesta, abuelo, habla perfectamente
y seguramente montó todo este teatro porque no quería estar en el
colegio. Me quedé absorto, porque yo desconfiaba un poco, pero a la
maestra se la había merendado con patatas y todo, como se dice
vulgarmente.
Alberto siempre fue el
nieto más especial que tuve, su cociente de inteligencia era de 129
con solo 7 años (hoy seguramente habrá aumentado), algo que nunca
le impidió subir a los árboles más rápido que un mono, andar en
bicicleta como un loco, tener una hiperactividad incansable y ser un
auténtico vago haciendo los deberes. Sus razonamientos suelen
desconcertar a todo el mundo. Con solo 7 años, Alberto sufrió la
pérdida de la perrita que tenían. Le dijeron que había muerto
entonces, estando su abuela junto a él, le pregunto ¿Dónde está
la perra ahora?, la abuela le contestó: en el cielo, y el niño, que
fue criado sin ningún tipo de condicionamiento religioso, le
contesto: tendrá un buen pegamento para no caerse. La abuela se
quedó sin palabras.
Con solo 6 años,
sumaba tres cifras mentalmente, sin contar con los dedos como todos.
Un día, salimos los
dos a pasear en bicicleta y, por el carril bici llegamos hasta La
Punta donde viven unos muy buenos amigos míos, a los que considero
mi familia en España. Justo antes de llegar, hay que cruzar el
puente que se extiende sobre las vías del tren. Cuando volvíamos y
desde lo alto del puente hasta abajo, hay una rampa para bicicletas
muy pronunciada y con una curva en la mitad. Le digo a Alberto: baja
con cuidado y apretando los frenos, pero se lanzó a toda velocidad y
llegó a la base sin problemas. Cuando iba entonces sobre llano y
algo rápido, se le ocurre frenar la bicicleta poniendo el pié en la
rueda delantera, algo que le hizo pegar una voltereta en el aire y
caer aparatosamente. El susto para mi fue tremendo, pero cuando
llegué a su lado, todo dolorido pero sin llorar, tal como era su
padre a su edad, me dijo: solo me he lastimado un poco la pierna y
una mano. Se sacudió el polvo, subió otra vez a la bici y me dijo:
vamos. Ya en marcha y sonriente, comenta: soy el único hombre que ha
sobrevivido a una voltereta en bicicleta. Yo me reí y le dije: donde
está el hombre.
Laura se hizo mayor de
golpe. Está en la adolescencia, esa que lo mejor que tiene es que
dura poco, y la confianza conmigo se acrecentó. Nunca le mentí,
siempre le hable en el léxico que hablan todos los de su edad, al
condón le llamé condón y al acto sexual polvo, bajé a su edad,
porque no hubiera sido correcto ni posible, pretender que ella
subiera hasta la mía, y con todos mis nietos actué y actuaré
igual.
Con Alberto existe una
complicidad espontánea, como ser, estamos todos comiendo y con solo
una mirada, se lo que quiere y el sabe que se lo traeré. Es mi apoyo
con el ordenador, al igual que Carina, porque debo reconocer que para
estos artilugios soy un verdadero burro, EL BURRO CON LA FORTUNA MÁS
GRANDE DEL MUNDO.
Cuando nos juntamos:
Laura, Carina, Alberto, Marta (la prima y vecina de Alberto, que
desde pequeña me llama abuelo) y yo, formamos la Pandilla más
original del barrio, porque a pesar de lo atípica que es, mantiene
sus ancestrales normas, o sea, “nadie se chiva de nada”, ni yo,
que cuando estoy con ellos desciendo hasta los 13 o 14 años y me
siento muy feliz.
Pero desgraciadamente
crecerán, incluso es probable que hasta yo lo haga y entonces,
quedarán solo recuerdos nostálgicos de aquellos paseos en bici por
la huerta, robando pequeñas matas de perejil y alguna que otra
mazorca, o higos y limones; las clases clandestinas de conducción de
automóviles en el viejo Skoda, el Turco correteando por la vaquería
abandonada, el chalet de Cullera, las ayudas con los deberes
escolares, los primeros amores y muchas cosas más que almacenarán
sus memorias, para que el día de mañana alguno de ellos escriba
esas vivencias, recordando a este viejo-joven componente de aquella
divina Pandilla que, por causas naturales ya no podrá estar entre
ellos, aunque me consuele saber, que siempre viviré en sus
corazones.
Cuando cumplí 70 años
escribí el siguiente artículo:
Mis 70 años y Laura
El 8 de octubre pasado
cumplí 70 años y mis cuatro hijos, con mis seis nietos me colmaron
de regalos.
Soy feliz me dije, y
así es, pero entre todos esos regalos encontré una carta dentro de
un sobre fabricado con un folio, y celo por tres partes, que decía
por fuera: Para Mario Masjoán (Abuelo), de Laura Masjoán De Cesco
(Nieta), Felicitaciones (un corazón dibujado y un TK), y dentro:
Abuelo, quería decirte que para mi eres una de las personas que más
quiero en esta vida. Eres quien más me entiende de la familia y por
eso te quiero tanto, tanto que, aunque no lo parezca sería capaz de
dar mi vida por ti, porque sin ti, mi vida carecería de sentido.
Todas estas palabras escritas pueden resumirse en un gran TE QUIERO.
Parece poco lo que te digo en esta carta, pero si tendría que
escribir todo lo que siento, creo que me pasaría 20 años
escribiendo. Abuelo, no cambies nunca por favor…eres el mejor.
Terminé de leerla con
los ojos llenos de felices lágrimas y el corazón en un puño. Laura
tenía solo 14 años, pero eso no le impidió volcar su corazón en
un escrito y, rompiendo el nudo que atenazaba mi garganta, pude
gritar ESA ES MI NIETA, algo que sonó extraño en la soledad de mi
cuarto.
Debo reconocer que
aunque mantenga un lazo muy estrecho con mis seis nietos, Laura entró
con fuerza en mi corazón desde muy pequeña, produciendo una especie
de hecatombe que cambió mi vida para siempre. Ella aprendió mucho
de mi, pero aún no entiende lo que yo aprendí de ella.
El año pasado cuando
cumplí 69 años, mi hijo Mario de 45 años, me envió el siguiente
mensaje telefónico: Feliz cumple papa, después de Alberto (su hijo)
eres la persona más importante de mi vida.
Se puede valorar hoy
cualquier cosa, incluso el oro y las fantásticas obras del Vaticano,
pero resulta imposible valorar mi patrimonio.
¿SOY O NO SOY, QUIEN
TIENE LA FORTUNA MÁS GRANDE DEL MUNDO?
(Dedicado a mis hijos y
nietos)
Mario Masjoán (Hoy
tengo 74 años y por fin me anime a publicar, LA FORTUNA MAS GRANDE
DEL MUNDO))
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