sábado, 24 de mayo de 2014

LAS SONRISAS DE MIS NIETOS


El atardecer está a punto de hacerse noche y desde la terraza del bonito chalet donde me encuentro, admiro el mar que a unos 500 metros de la casa y en calma chicha se hace playa. También el horizonte se transforma en cielo, y esa calma propia del estío silencia cualquier ruido por osado que sea.
Es mi último día, tras más de seis meses cuidando y aseando esa residencia y aparece por primera vez en mi espíritu, la amarga sensación de la tristeza. Dicen que a todo lo bonito el tiempo afea y quizás sea cierto.
El Montgó a lo lejos, comienza a perderse entre la niebla y el resto de montañas que lo arropan, están dispuestas a seguirle.
La noche se apodera del entorno y de mi corazón que se resiste a aceptar la despedida, pero mañana me iré, perdiendo ese regalo para los ojos, que es Cullera, ese regalo que duró más de seis meses.
El Castillo con su Iglesia a cuestas, me mira displicente como diciéndome adiós, sin saber que aunque me vaya, dejo en secreto mi corazón en ese pueblo costero con alma mediterránea que nunca olvidaré.
Me voy, pero como dijo Mc. Arthur en Guadalcanal “volveré”, aunque mis nietos sean hombres, mis nietas mujeres, mis hijos abuelos y yo quizás solo un recuerdo, pero volveré y me subiré otra vez, aunque sea un desatino, al árbol donde Laura y Carina me hicieron atar una soga para usarla de hamaca, y comprobar si aun está firme. Miraré también a Pablo corriendo cuesta abajo para tratar de alcanzar a nuestro perro (Un Alano al que llamábamos “Turco”) y también escucharé las risas de Alberto resbalando por la terraza mojada. Acompañaré a mi preciosa nieta Gloria y a su amiga Diana, a comprar cigarrillos al Pueblo.
El Chalet era caro, no era mio y jamás hubiera podido comprarlo, pero la felicidad y sonrisas de mis nietos, son mías, y esas, no tienen precio en esta vida.

Mario R. Masjoán

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